Las acciones de mis personajes
dominan mis comienzos: caminan, corren, vuelan, saltan, sueñan. Pero, ella ha
atormentado mi inicio, corrompe con todos mis principios. Ella es un cuchillo
clavado en el suelo, inmóvil como el silencio, callada como la quietud,
impotente como el ovillo sinfín. Ella no hace nada, su cuerpo es el de un
gélido cadáver, el misterio de un témpano estancado en pleno desierto. Sus pies
son como dos piedras de cemento, como árboles enraizados en la tierra, como
mordazas en el suelo que no pueden gritar. Esta “ella” desespera. Sus cabellos
han perdido sus ondulaciones naturales, son sábanas pintadas sobre una espalda
inanimada. Estatuita de cera, virgencita de metal. Veo, siento, ya no sé si
siento cuando la veo; hay una lágrima, una gota teñida de rímel contenida en sus amplias pestañas, que como
presa en la telaraña no sabe si vivir es caer, o es dar marcha atrás. Clavada
como perla trémula con el vértigo latente de la incertidumbre, sólo aguarda.
Cualquier mínimo pestañeo y ya algo, por lo menos, daría muestra al precipitarse
de existencia. Pero sigue inmóvil como sus ojos, fija como su mirada. No hace
nada, no se mueve. Me desesperás. Tus pechos están rígidos, rosas, pero
rígidos; tu pubis flameante, saciada, pero con un sutil velo de soledad. ¿Qué
te pasa mujer?... Y se rompe el silencio, un estridente eco envuelto en celofán
me retuerce el alma. “Se está vistiendo, se va”, me dice, sin pronunciar una
palabra. Un estruendo voraz hizo la puerta al cerrarse. Y antes de que pudiera
escribir la trama, un final, la gota rebalsó el suelo y un aire nos inmovilizó,
pero ahora a las dos en el mismo lugar.
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